Por Danilo Antoniazzi

A pesar de que la historia reciente nos confirma que los eventos climáticos extremos se repiten cada vez con mayor frecuencia, el conjunto de la sociedad hace caso omiso a las señales de alarma. Deambula sin rumbo entre las tinieblas de la incertidumbre y se cuestiona esforzadamente cómo responder, acertadamente, en la aplicación de medidas que mitiguen las consecuencias del avanzado deterioro ambiental y del acelerado agotamiento de los recursos naturales.

Temperaturas mayores a los 50° en Australia, -25° en Chicago, nieve en Hawái, sequías en Puerto Rico, invasión de osos polares en Rusia por deshielos en el Ártico y el ciclón Adai, que azotó con brutal furia al sudeste africano y borró pueblos enteros en Mozambique, Zimbabue y Malawi y afectó a más de 400.000 viviendas y a 2,6 millones de personas, son algunos de los sucesos climáticos que se han producido en los primeros meses de 2019.

Sin respuesta aparente y escaso avance en la materia, fracasan, una a una, las distintas acciones de alcance planetario que se promueven, sin medir las verdaderas consecuencias de tamaña desazón por los magros resultados alcanzados y que no hacen más que alimentar las dudas y avivar el fuego de la desconfianza en el camino trazado.

Por esto, como en una película detenida en el tiempo, nos hemos convertido en espectadores impasibles de lo que ocurre en rededor, presumiendo que la providencia divina, habrá de resolver el destino fatídico al cual nos encaminamos precipitadamente. Por décadas, hemos aceptado que la problemática no era de nuestra incumbencia por tratarse de alcance global, sin considerar que los impactos que esta genera, son de competencia local y que, tarde o temprano, afectarán el desarrollo de las próximas generaciones. Lejos, han quedado las interminables disputas sobre el verdadero responsable de tamaño descalabro y, con el fallo inapelable de la comunidad científica, la condena adopta como único responsable en el banquillo de los acusados, a la especie humana.

El deterioro en la calidad del aire, del agua y del suelo, necesarios para la vida, ha sido como consecuencia de la acelerada polución ambiental, la destrucción del hábitat y el capital natural. Cada hora, 684 hectáreas de tierra productiva se convierte en suelo desértico; cada día, 5 especies de vida, animal o vegetal se extingue y, entre los años 1990 y 2015, se perdieron, a nivel global, 129 millones de hectáreas de bosques nativos. Como resultado, un reciente informe del IPBES (por sus siglas en inglés, Intergovernmental Science Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services) lo confirma y asegura que el 75% de los ecosistemas terrestres y el 66% de los marinos, han sido alterados por la mano del hombre.

Es así como, en el curso de la historia, se han propuesto distintas soluciones de auxilio en la conservación del planeta, algunas de ellas, de difícil implementación por la delicada complejidad de la temática que comprenden y por incluir cuestiones de alta sensibilidad social, como la familia, la religión y el crecimiento económico, sin importar la composición racial, el credo o el grado de indigencia soportado

Como ejemplo, el control de la natalidad, instaurado en la República Popular de China en el año 1979, de nombre “política de hijo único”, buscaba reducir el crecimiento excesivo de la población y aliviar al pueblo de los problemas sociales y ambientales que el acelerado crecimiento de las ciudades traía aparejado. Sin embargo, a pesar de los denodados esfuerzos del Gobierno chino por controlar el insostenible crecimiento demográfico, los resultados no fueron los esperados y en el año 2015, el país abandonó definitivamente la política de origen marxista.

Aplicar soluciones sobre la decisión de formar una familia numerosa, se enfrenta con problemas culturales de difícil comprensión, en especial en tiempos donde se promueven la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer. En países en los que se practica como religión el islamismo, la poligamia permite a un varón tener más de una esposa e hijos por docena y se promueven, de esta manera, las familias numerosas.

Un claro ejemplo es Niger, en África occidental, con una población mayoritariamente musulmana, contaba con tan solo 2,5 millones de habitantes en 1950, y en la actualidad pasó a los 19 millones, según las últimas proyecciones de las UNEP (por sus siglas en inglés, United Nations Environment Programme) se estima que alcanzará los 72 millones en 2050. Esto indica, un aumento multiplicado por treinta. Por su parte, Nigeria, vecino de este último, se ha convertido en pocos años en uno de los diez países más poblados del planeta.

Uno de los tantos problemas que trae aparejado el sostenido crecimiento de la población mundial, es el incesante éxodo de migrantes de las zonas rurales a las urbanas. En el año 1900, solo el 13% de población mundial vivía en ciudades, para el 2050, los urbanitas, serán el 66% del planeta.

Cabe mencionar, que quien emprende el arduo y tortuoso camino del desarraigo en busca de mayores oportunidades, inicia el viaje con la ilusión de un futuro más venturoso y mejores condiciones de vida. Su idea es que dichas condiciones le devuelvan la posibilidad de acceder a un trabajo digno, a una enseñanza de calidad y a servicios médicos, sanitarios y de higiene de excelencia.

Con el objeto de entender claramente la relación entre pobreza y degradación medioambiental, podemos decir que la primera es la incapacidad de satisfacer las necesidades básicas de las personas: alimento, vestido y refugio y, la segunda, es la consecuencia directa de la inhabilidad de las políticas sociales de poder resolver los problemas endémicos que afectan en su gran mayoría, a los más desamparados. En este escenario, es una tarea titánica poder animar a los que menos tienen a ser parte de acciones de cuidado y respeto por la naturaleza y los recursos naturales.

La ONU llama a los países con mayor proyección de crecimiento demográfico, “en vías de desarrollo”. En su mayoría, ubicados geográficamente en los continentes de África, Asia, Centroamérica y Sudamérica. Estos se caracterizan por encontrarse en zonas sumidas en constantes conflictos sociales, políticos y económicos que impactan en el acceso y disponibilidad de capital para inversiones en obras de infraestructura. De esta manera, por falta de un programa estratégico y capacidades humanas competentes, se subejecutan presupuestos disponibles para obras que auxilian, en el mayor de los casos, a las poblaciones más necesitadas del planeta en la lucha contra la pobreza, la hambruna y el cambio climático.

A raíz de esto, con la promoción del Banco Mundial, el BID y los organismos multilaterales de asistencia, se ofrecen y financian distintos programas de cooperación mediante préstamos tradicionales, créditos exentos de tasa de interés y donaciones destinadas a mejorar el hábitat y el bienestar del percentil más bajo de la pirámide social.

En particular, la problemática de la falta de acceso a fuentes confiables de recursos hídricos, genera enormes pérdidas humanas y materiales y grandes impactos en la seguridad alimentaria. Como resultado, la nutrición, que es extremadamente susceptible a los cambios en el clima, se encuentra amenazada por una sistemática perdida en la calidad de los nutrientes por efecto de la erosión de los suelos, el exceso de agroquímicos y la deforestación, entre otros.

Para tomar una real dimensión de las inversiones estimadas para poder alcanzar uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible adoptados por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el ODS 6, que se centra en asegurar la disponibilidad y manejo sostenible del agua y saneamiento de alcance universal, se requieren, para el período 2015–2030 de un desembolso anual de 114 billones de dólares. De esta manera, se podrá resolver la falta de acceso al agua potable de 663 millones de personas, es decir, una de cada diez; y la de 2400 millones, una de cada tres, que carecen de servicios sanitarios básicos. Se podrán evitar, de esta manera, el 80% de las enfermedades y el 33% de las muertes mundiales relacionadas con problemas en la calidad y disponibilidad del agua potable y los servicios básicos sanitarios.

Actualmente, el 28% de la población mundial habita en áreas con serios problemas de estrés hídrico y, considerando que 153 países comparten fuentes transnacionales de agua que comprenden ríos, lagos y acuíferos, los conflictos entre vecinos posiblemente irán escalando en actos violencia.

Por otro lado, promover un menor crecimiento económico a países en vías de desarrollo con el fin de generar menores impactos por los consumos asociados, es una utopía propia de una propuesta irracional, que limita las posibilidades de mejora e inclusión social.

Si bien todavía hay más de 1000 millones de personas que vienen en situación de emergencia con 1,25 dólares por día como presupuesto de subsistencia, la indigencia, a nivel planetario, se ha reducido sustancialmente. China, en especial, ha crecido a ritmo acelerado en las tres últimas décadas y ha disminuido la pobreza a un ratio de 1 punto porcentual por año.

Un crecimiento económico sostenido es el indicador más importante de una economía saludable y, en el tiempo, esta ha de generar positivos impactos en el ingreso per cápita de la población. A medida que el PBI de un país crece, este se vuelve más productivo y, como consecuencia, se incrementa la demanda de puestos laborales. Sin embargo, las mejoras en el ingreso no siempre se distribuyen en forma equitativa y poder medir el bienestar de la población mediante la simple aplicación de un cálculo matemático, es, de por sí, equivocado.

En resumen, hemos intentado exponer en estas líneas la incapacidad de las acciones a nivel planetario para poder dar una solución a un crecimiento sostenido en el tiempo sin afectar a la madre naturaleza y las especies vivientes y que, de alguna manera, nos muestre el camino hacia el desarrollo sustentable.

A lo largo de los años, hemos delegado la responsabilidad del manejo de las cuestiones sociales, económicas y medioambientales a terceros, ya sea por indiferencia o por falta de interés, pero, en virtud de los resultados obtenidos, este mensaje es un claro llamado a la acción colectiva, para que cada uno y todos en conjunto nos pongamos a trabajar en pos de un mundo mejor. Nada ilustra mejor la imperiosa necesidad de un cambio que las palabras de William Ward: “El pesimista se queja del viento; el optimista, espera que cambie y el realista, ajusta las velas”.

Todavía estamos a tiempo de generar un gran cambio y no perdamos la esperanza de que este cambio, no solo sea climático.